viernes, 9 de diciembre de 2011

Crónica de un sueño vuelto realidad

Aquella noche no le sería difícil conciliar el sueño. Entró en su habitación y prosiguió su ritual cotidiano previo a dormir: Cerró las ventanas, corrió las cortinas, echó llave a la puerta, apagó la luz, se persignó frente a una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y se acostó, dispuesto a que Morfeo se lo llevara a dar un largo paseo. Ese día nada había sido fácil, por lo que tenía la esperanza de que la noche le trajera algún consuelo.

Cerró sus ojos. Y sintió cómo la oscuridad de sus párpados lo succionaba hacia ella, lo atraía. De pronto, silencio y tinieblas. Ya no estaba en su habitación. Flotaba a la deriva en un denso mar negro. En algún momento creyó no reconocerse, no saber quién era, ni en dónde estaba, ni cómo había llegado ahí.

De un momento a otro, no supo cómo, todo ese mar negro se coló por debajo de una puerta, y se encontró a sí mismo en una biblioteca de paredes altas recubiertas por libreros. La iluminación era escasa, no habían lámparas, sólo una alta cúpula de cristal sobre su cabeza, por la que la luna se colaba para no desampararlo. En medio del salón, sentada, estaba ella, vestida de blanco. Tenía tanto tiempo de no verla, desde el día en que murió. Bueno, en realidad no estaba muerta, pero él pretendía que sí para hacer más llevadera su ausencia. Se hincó frente a ella, y mientras las lágrimas caían por su rostro, abrazó sus piernas. Ella sólo alcanzó a hacer un gesto de tristeza.

Los libros comenzaron a caer de los estantes uno tras otro, inundando toda la habitación y oscureciéndola. Silencio. Se encontraba de nuevo navegando en el amplio mar de oscuridad. A lo lejos la veía a ella, el único punto brillante entre tanta tiniebla. Detrás de ella apareció una figura, un caballero vestido de traje con un antifaz rojo puesto sobre el rostro. Un demonio, tal vez. Ella volvió a ver al caballero, lo tomó de la mano, le dio un beso en la boca y empezaron a caminar juntos, alejándose cada vez más. La oscuridad había tomado forma de nuevo, y ahora era un largo callejón, con paredes altas a ambos lados. Él sólo podía verlos alejarse, y gritaba el nombre de ella mientras la veía sonreír. Al final del pasillo se veía una puerta, y detrás de ella un fuego incandescente. Él lloraba, porque sabía que ella no visualizaba el infierno al que se dirigía. Gritaba más fuerte su nombre, pero no le escuchaba.

Cuando la pareja estaba cerca de cruzar hacia el fuego, una fuerte corriente de agua comenzó a salir de la base de las paredes, inundando todo el callejón. Él observó, desde el otro lado del pasillo, como la creciente arrastró a la mujer, separándola del caballero de antifaz. Y cuando todo se hubo inundado, silencio y tinieblas otra vez. En medio de la oscuridad, una melodía comenzó a surgir. Era suave, como el sonido de un arpa. Era ella, llamándole, buscando su atención. Buscó desesperadamente de dónde provenía el sonido.

Decidió quedarse quieto, cerrar sus ojos y seguir su intuición. Cuando volvió a abrir los ojos, ya no había oscuridad. Estaba en su habitación de nuevo. Ella estaba ahí, dormida entre sus brazos, junto a él en su cama. Y fue feliz, como no lo había sido en mucho tiempo.

domingo, 3 de abril de 2011

De cómo uno piensa que está imitando a Nuestro Señor y practicando la compasión, pero todo es un engaño...

Ahhh, ¡la cólera! Todos la hemos sentido más de alguna vez, y en distintas circunstancias: algunas veces por berrinche, otras con motivación suficiente y no faltan las que sólo son por costumbre. También la hemos sentido hacia distintas personas: el busero que casi le lleva a uno el retrovisor del carro, la señora tortillera que no tiene listo el pedido cuando uno llega (aunque se lo haya encargado una hora antes por teléfono), el vecino borracho que despedaza la canción “My way” a todo volumen mientras uno tiene que estudiar, y así. Pero lo más fregado de todo es cuando uno tiene cólera con motivos suficientes, y no es contra un tercero, sino contra uno mismo. Sí, hijos, en esas ando yo. Veamos si me doy a entender…

En los últimos meses me la he pasado en un proceso largo y tortuoso de depuración. Durante todo ese proceso, más que cólera contra mí, sentía cólera contra otra persona que, digámoslo así, no me trató del todo bien al final de cuentas. Hasta hace unos 15 días, en un aparente momento de lucidez espiritual, logré perdonar y dejar de sentir esa cólera, creo yo que con toda sinceridad (aunque aún no se lo he comunicado, ni estoy seguro de que tan pertinente sea hacerlo).

La cosa es que hace un par de días, esta persona comenzó a tener problemas, y ahora está pasando por momentos difíciles. Cuando me enteré, no pude evitar la angustia de la situación, y sentí lo que yo definía como “compasión cristiana” por su problema. Eso hasta que alguien me abrió los ojos y me dijo: - Eso no es compasión cristiana, hijo, es que todavía querés a la otra persona-. Lo negué rotundamente, y luego ya no supe qué decir. Después de un silencio continuó: -No tiene nada de malo, no es pecado.

Y tenía razón, no sólo en que no es pecado, también en que no es compasión cristiana la que estoy sintiendo, sino que todavía me preocupo por la otra persona. Y entonces, alguno se preguntará: “Bueno, todo eso es bonito, ¿por qué la cólera?”. Para que se hagan a la idea, dígame alguno de ustedes si no sentiría frustración al querer cuidar y ayudarle a alguien muy especial que está en dificultades, y no poder hacerlo porque va a parecer un interesado, inmaduro, voluble, etcétera. Prácticamente que tengo un tumor de sentimientos en el pecho, y no puedo hacer absolutamente nada con ellos, excepto tragármelos para que me siga dando más cólera. Tal vez en una de esas me pico los ojos para que se me quite.

Que Dios me agarre en confesión.

P.D. Se aceptan consejos.